Pulso Económico
La mayoría de los indicadores que midieron el desempeño macroeconómico de 1998 reflejaron un buen año. Sin embargo, la población en general hab
ló de una crisis económica vista a través del manejo diario de su vida. ¿Cómo se puede explicar esta aparente contradicción?
El año de 1997 fue uno de los mejores que hemos visto en décadas, en términos de su desempeño macroeconómico. La tasa de crecimiento fue la más elevada de los últimos 16 años. La inversión privada creció a la tasa más alta desde que se llevan estadísticas sobre su trayectoria. Los déficits fiscal y externo fueron moderados. La entrada de inversión extranjera directa, rompió todos los récords. El Banco de México pudo acumular más de 10 mil millones de dólares en reservas después de saldar la totalidad de la deuda que teníamos con Estados Unidos a raíz del préstamo de emergencia de 1995. La creación de empleos en el sector formal rebasó 800 mil y hacía finales del año había una recuperación incipiente en el salario manufacturero real.
Este comportamiento fue muy oportuno, ya que ayudó a que nuestros puntos de mayor vulnerabilidad se fueran saneando. A fines de 1997 estábamos en una situación casi ideal (dentro de lo que cabe) para enfrentarnos a un shock del exterior. Sin embargo, en 1998 no nos enfrentamos a un shock, sino a múltiples shocks que llegaron a producir una situación sumamente difícil para la economía mexicana. El precio del petróleo, la recesión de Japón, los efectos nocivos del Niño, la crisis asiática, el derrumbe ruso y el escollo brasileño, se presentaron en el espacio de un año para poner realmente a prueba nuestra solidez.
Si examinamos los indicadores que midieron el desempeño macroeconómico de 1998, deberíamos llegar a la conclusión de que fue un buen año. El crecimiento económico esperado (todavía no disponemos de los números finales) debería ser el cuarto más elevado de 1982 a la fecha. Unicamente 1990, 1996 y 1997 fueron mejores. Las cifras del IMSS indican la creación de casi un millón de empleos, por encima de 1997. La producción industrial real aumentó 6.4 por ciento durante los primeros once meses del año. Los salarios crecieron por arriba de la inflación en la manufactura, los establecimientos comerciales, la industria maquiladora y la construcción.
Como resultado de la recuperación en el empleo, el aumento real de los salarios y la demanda reprimida de años anteriores, las ventas al consumidor fueron un elemento muy dinámico durante la mayor parte del año. Dado que el consumo privado creció sistemáticamente por arriba del PIB, el ahorro interno (como proporción del PIB) disminuyó por primera vez en los últimos 4 años.
El año pasado se caracterizó por una dicotomía entre el sector real y los mercados financieros. Mientras que la parte productiva del país sostenía una buena parte de la inercia del año anterior, los indicadores financieros (tipo de cambio, bolsa y tasas de interés) reflejaban la volatilidad de los mercados internacionales, sacudidos por los múltiples shocks externos. Aunque el alza en las tasas de interés y la disminución en los flujos de capital del exterior han inducido una desaceleración en la economía hacia fines del año pasado, deberíamos estar orgullosos del desempeño de la macroeconomía, más aún, si comparamos nuestra economía con la de mayoría de los países.
Si todo esto es cierto, ¿por qué la mayoría de la población sigue hablando de la crisis? Existen múltiples explicaciones, como pude constatar el viernes pasado con mis compañeros de generación de la carrera de economía en un reencuentro después de más de 20 años. Uno alegaba que mientras siga la inflación muy por arriba de la de nuestros socios comerciales, se mantendrá la sensación de crisis. La inflación no solamente representa una merma continua del poder adquisitivo, sino que distorsiona la asignación de recursos, empeora la distribución del ingreso y obstaculiza el ambiente propicio para el buen desempeño de los negocios. Podrá existir crecimiento, pero se dará en forma compleja y forzada, lo cual dificulta la vida económica.
Otro compañero argumentaba razones más políticas que económicas. Decía que existe una falta visible de liderazgo en el país, que crea un ambiente de incertidumbre. Mientras éste no se resuelva, la gente seguirá hablando de crisis. Los números económicos podrán mejorar en forma todavía superior a lo visto en los últimos años, pero carecemos de rumbo, de proyecto nacional y no sabemos a dónde vamos. Aunque el PIB sube, las familias carecen de seguridad pública, enfrentan deudas enormes y sufren para salir adelante. Sienten que los políticos están preocupados por temas ajenos a sus problemas y no ven un panorama seguro.
Al final de cuentas, queda claro que la relación entre el desempeño macroeconómico y el sentir general de la nación es distante. A la gran mayoría les importa muy poco los números macro, dado que no les dicen absolutamente nada. Queda claro que no podemos ignorar la situación macroeconómica. La presencia de desequilibrios macro son garantía de una crisis severa. Sin embargo, cuando un funcionario público presume de los buenos números para dar cuentas de sus acciones, parece distante y desconectado de la realidad.
Aunque los economistas hablemos reiteradamente del crecimiento del PIB, del déficit público, de la cuenta corriente y otros indicadores de nuestra macroeconomía, tenemos que aceptar que son otros los términos que maneja la población. En este sentido, los economistas tenemos mala fama. Primero, porque nos escudamos detrás de tecnicismos que únicamente funciona como barrera en la comunicación. Segundo, porque queremos reducir la situación económica familiar, sumamente compleja, a unas cuantas variables. Tercero, hablamos de promedios que en muchas ocasiones están sesgados por el buen desempeño de unos cuantos. Cuarto, se nos olvida que existen muchos Méxicos y no uno solo. Hablamos orgullosamente del México moderno, que exporta, que produce empleos y que va viento en popa hacia el siglo veintiuno. Sin embargo, todavía existen millones de mexicanos que no han podido salir del siglo diecinueve.
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