Pulso Económico
La Pobreza y la Política Económica
Por: Jonathan Heath
La cuarta visita de Juan Pablo II a México ha sido objeto de una intensa reflexión por muchos sectores de nuestra sociedad. Somos un país dominantemente católico que ha enfrentado una merma moral y social en la última década a raíz de las dificultades económicas que hemos padecido. Muchos han cuestionado a la política económica, pero también surge la duda en cuanto al papel de la Iglesia en lo que nos ha pasado.
Al hablar de la pobreza y la política económica, muchos se referirían al tema de la pobreza de la política económica. La atención que se ha puesto en la función correcta de los mercados ha estado por delante de los problemas más inmediatos de la sociedad. Todo parece indicar que para algunos, el medio (que sería la utilización de la oferta y la demanda para asignar los recursos escasos en la economía) se ha convertido en un fin en sí mismo, olvidándose que el fin es un mayor bienestar social para todos, no solamente en términos de magnitud sino también de una distribución más equitativa y justa.
Uno de los mejores ejemplos es la política de subsidios del gobierno actual. Como el subsidio generalizado de la tortilla no es el óptimo para el mercado, dado que también le llega a las clases altas, el gobierno decide suspenderlo. Pero en su afán de buscar una política más adecuada a las fuerzas del mercado, está creando una política elitista que distingue entre pobres “privilegiados” y pobres “desdichados”. Al final de cuentas, esta política crea más inequidad, pero peor aún es el hecho de que incrementa el precio para muchos mexicanos que no tienen ingresos suficientes.
México ha pasado dos décadas de problemas económicos continuas. Las diversas políticas económicas no han redituado en un ambiente de estabilidad económica, de crecimiento sostenido, de mayor bienestar y de una distribución más equitativa del ingreso. Por el contrario, la sociedad en general se encuentra frustrada ante la continua merma en su poder adquisitivo y las crecientes dificultades para sacar adelante a la familia.
Aprovechando la audiencia magnificada por la visita papal, los líderes eclesiásticos han arremetido contra la política económica, culpándola de todos los males que padecemos. Por ejemplo, el Cardenal Norberto Rivera, como lo informó Reforma el lunes pasado, dijo que “el pueblo de México sufre, ha sido engañado y se siente un títere manipulado. La gente sufre, se desespera porque no atisba ninguna solución próxima a sus demandas de justicia, de alimento, de salud y de trabajo dignamente remunerado”.
No cabe duda que las palabras del Cardenal reflejan el sentir de la nación. Por lo mismo, nuestro gobierno y los partidos políticos necesitan dar resultados. Las promesas no son suficientes. Necesitamos una política económica que funcione y que empiece a registrar avances tangibles. Podrán mejorar las cifras macroeconómicas, pero si las familias no las pueden palpar no sirven de mucho.
El resultado no solamente se refleja en mayores índices de pobreza y merma en el poder adquisitivo, sino también en el incremento de la violencia, los asaltos y otros signos de un desmoronamiento de la misma integridad moral de la sociedad. La impunidad y la debilidad en la procuración de justicia ha facilitado el camino para un segmento significativo de la sociedad, que ha recurrido a prácticas indebidas para resolver sus problemas económicos. Ya tenemos tiempo de estar cuestionando a las autoridades económicas por su mal desempeño. Sin embargo, también deberíamos de cuestionar a nuestras autoridades morales, es decir, a la misma Iglesia Mexicana, por la debilidad moral que refleja nuestra sociedad.
Una sociedad con una fe firme no solamente en la teoría sino también en la práctica, no debería debilitarse en los momentos de dificultad. Justamente lo que profesa la religión es una fuerza de carácter ante la tentación. Si la iglesia estuviera atinada en sus funciones de enseñanza moral, no deberíamos de estar sujetos al desmoronamiento moral que observamos día a día.
La visita papal es en este sentido sumamente atinada. Llega en un momento en que nuestra sociedad está cuestionando la solidez y profundidad de sus valores. Quizá la pobreza de la política económica nos ha llevado a una crisis tras otra y resalta la necesidad de buscar una nueva que nos logre sacar adelante. Sin embargo, la debilidad moral de nuestra sociedad es lo que ha terminado por permitir el aumento en la delincuencia, la criminalidad, el narcotrafico y la corrupción. No podemos apuntar el dedo únicamente al gobierno. La iglesia, no simplemente como representante de la religión católica, sino como una institución importante de nuestra sociedad, también ha jugado un papel preponderante. Al final de cuentas, todos hemos jugado un papel importante en el México que vivimos. Nadie puede arrojar la primera piedra fácilmente, sin remordimiento.
La visita papal ha inspirado a millones a salir a las calles a tratar de verlo aunque sea por unos segundos. Ha llevado a varios millones de personas a salir de sus casas casi con un día de anticipación, a aguantar con el frío el riesgo de la hipotermia, para escuchar sus palabras de aliento. Ojalá que con el mismo fervor, esta visita los inspire a vivir día con día con la fibra moral que convoca la iglesia.
Sería muy difícil argumentar que Karol Wojtyla no es en la actualidad la persona más influyente en el mundo. Independientemente de la religión que representa, Juan Pablo II es un humanista genuino, verdaderamente interesado en el ser humano y preocupado por las condiciones de marginación en que vive una proporción importante de la población mundial. Sus palabras de inspiración llegan hasta los que no son tan religiosos.
Esperamos que su visita no se quede simplemente en la memoria de los mexicanos como una imagen espectacular de millones de personas volcadas a las calles para recibir con verdadero cariño al líder espiritual del mundo. Necesitamos que su inspiración vaya más allá para que ayude a nuestra sociedad a retomar el camino del comportamiento moral día con día.
Si esto sucede sería la verdadera bendición.
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